No sé si conocéis una peli de Kevin Kline titulada “In & Out”. En ella, un actor originario de Greenlaf, Indiana, agradece en la entrega de los Oscar su premio por el papel de un soldado gay a su profesor de Literatura Inglesa Howard Brackett y añade al final del discurso: “…que también es gay”. El pueblo entero abre la boca, estupefacto, ante estas palabras, incluidos Howard y Emily, su prometida. Hay una escena en la peli en que la pobre Emily, harta de competir con hombres, dice: “¿Es que todo el mundo es gay?”.
Algo así he sentido yo últimamente. No, no voy a salir del armario. A mi marido podría darle un infarto, después de tantos años. Es otra cosa. Os cuento. He recortado mi jornada de trabajo (del que me da de comer) para dedicarme en serio a escribir. Pero escribir tiene una parte a la que, quieras que no, tienes que dedicarle algo de tiempo si quieres vivir de esto: la venta. Y, mecachinlamar,
¿es que todo el mundo es escritor?
–¿Lo has escrito tú? –me pregunta un señor calvo, después de leer la sinopsis.
–Sí –respondo.
–Si yo me pusiera, también podría escribir una novela.
Lo miro como si le hubiesen salido antenas de la calva. Pues muy bien, oiga. Pues póngase. A mí que me cuenta. Pero él sigue erre que erre.
–Pero, claro, no tengo tiempo. Trabajo y tengo dos hijos.
¡Ah! Y yo soy la Bella Durmiente del Bosque, no te jode, con un ejército de criados.
–Dicen que querer es poder –digo, sin poder evitar el sarcasmo en el tono.
Él me mira como si a la que le hubieran salido las antenas fuera a mí. Y se va, sin comprar la novela, claro. Eso me pasa por hablar. Si es que estoy más guapa calladita.
Pero no es algo aislado. Me pasa todos los días.
–Yo también escribo –me dice una chica de unos dieciséis años–. Pero poesía.
Le sonrío. Me siento reconocida en esa adolescente flacucha. Yo también escribía poemas desgarradores cuando tenía su edad. En la adolescencia, todo es tan “tan”. Si no me quiere, muero. Y si me quiere, también. Ya me entendéis.
–Pero esto es más fácil, ¿no? –me dice después.
Y la sonrisa se me borra de un plumazo. Pues no, no es más fácil. He tardado un año en escribirlo. Un año de horas robadas, de correcciones, de esquemas, estructura y fichas. Y durante ese año, mi cabeza, a todas horas del día, ha vivido en Tierra Límite.
–No –mi “no” suena como un disparo. Y la chica levanta la mirada, asustada, murmura una excusa y se va. Sin el libro.
Me dan ganas de salir a la calle y gritar, desesperada, como Emily: “¿Es que todo el mundo es escritor?”. Si en twitter, pones escritor, te salen más perfiles que hongos en el pan de molde.
De pronto, entra en la librería un hombre al que yo he leído. Yo sé quién es él. Él no sabe quién soy yo. No nos conocemos. Yo estoy empezando a intentarlo. Él es ya un escritor consagrado. Se para frente a la portada. Y hace lo que hacen todos los lectores: le da la vuelta al libro y lee la sinopsis. Contengo el aliento. Luego, abre la primera página, ve el mapa y lee las primeras líneas. Vuelve hacia atrás, como buscando algo. Luego, levanta las cejas, sorprendido:
–¿Te has autopublicado? –pregunta.
Asiento con la cabeza. Él me acerca el libro.
–Una edición muy cuidada –me dice. Yo tomo el libro de sus manos y sonrío. Pero luego me doy cuenta de que sigue ahí, esperando.
–¿Me lo dedicas? –pregunta.
–Claro, claro –respondo, precipitadamente, aturullada.
–A…–y me dice su nombre. Ese que yo ya había empezado a escribir. Porque él, que sabe lo que cuesta sacar horas al sueño para cuadrar una historia, aún no me ha dicho que es escritor.