
Me gusta cotillear las casas de la gente. Esa es una de las cosas por las que vídeos como el de “73 preguntas” son tan famosos, porque aparte de entrevistar a una persona interesante, cotilleamos su entorno. La casa de una persona dice mucho de ella, sobre todo cuando la visita es inesperada y no ha tenido tiempo de ordenar. Porque ¿quién no ha tenido jornadas maratonianas de limpieza y orden porque venía no sé quién de visita? La suegra, sobre todo. Mucho más cuando los niños eran pequeños y la cocina o el salón terminaban siendo La tienda de los horrores cuando llegaba la noche. Ahora, La tienda de los horrores se limita a su habitación y su baño. Sí, vivir con adolescentes es de lo más divertido.
La casa de cada uno se parece mucho a la novela de cada uno. Durante un año o más, has sido el único habitante, has hecho y deshecho a tu gusto, la has decorado sin pedir consejo a nadie y, entre sus paredes, has disfrutado y también sufrido.
Las novelas a cuatro manos son como la casa de un matrimonio. Tienes que llegar a un consenso en la decoración, discutes por las comas porque tú eres moderna y él es un clásico. O al revés. Los cuadros que a ti te gustan, a la otra persona le horripilan y tienes que buscar un cuadro que os guste a ambos para la pared del salón.
Las antologías son como un bloque de apartamentos de alquiler. El casero es quien tiene la sartén por el mango. Y cada uno de los pisos lo ocupa un escritor. Puedes llevarte bien o mal con tus vecinos, pero en realidad no te importa porque sabes que aquello no es tu vivienda definitiva, que es solo algo temporal. Una pequeña gota en tu currículum.
En todas las casas, las familiares o aquellas en las que vive una sola persona, incluso en las más ordenadas, hay siempre una estación intermedia. Ya sabes, ese sitio de la cocina en el que dejas cosas para luego ordenarlas. O esa balda del despacho en la que se acumulan libros que ya bajarás a su sitio. O los primeros peldaños de la escalera al piso superior en los que siempre hay un par de zapatos hasta que alguien se apiada y los sube. La vida está llena de estaciones intermedias. De cosas pendientes por hacer, por ordenar, por decidir. Y ese desorden aparente, esa pizca de caos familiar, hace que sea tan vivible.
La estación intermedia de tu novela es ese sitio en el que la dejas mientras buscas lectores cero y empiezas con la siguiente. Sabes que, en algún momento, tendrás que hacer algo con ella, que tendrás que corregirla de nuevo cuando los lectores cero te la devuelvan pero ahora está ahí, en los primeros peldaños de la escalera, esperando que alguien la suba al piso de arriba, al siguiente nivel.
Esta semana he abierto mi casa a los lectores cero. Cinco personas a las que respeto como escritores y como lectores han recibido el borrador de “La Sociedad de la Libélula”. Ya expliqué aquí por qué creo que un escritor (sobre todo de tu temática) es un buen lector cero. Pero esta vez la casa está ordenada para visitas. Ya he hecho la primera corrección y espero sus veredictos: este cuadro desentona, deshazte de este sofá, esta ventana está sucia y apenas deja ver el exterior, ¿qué hacen esos zapatos en el medio del salón? y demás críticas constructivas.
Me siento ahora en tierra de nadie, de pie en esa estación intermedia de la escalera sin decidirme a abordar el siguiente proyecto, a pesar de que sé cuál es porque me espera desde hace tiempo. Sin empezar a hacer la mudanza, porque sé que aún me quedan meses en la antigua casa, que de aquí a que la ponga a la venta habrá que remozarla, pintar una pared, deshacerme de alguna cosa que desentone.
Pero llegará un momento en el que mire por última vez el salón de “La Sociedad de la Libélula” y cierre la puerta para no volver a abrirla nunca más.
Porque tu novela no debe quedarse indefinidamente en una de las estaciones intermedias.