Mi profesora de Literatura —esa que consiguió que me leyera La regenta voluntariamente con 14 años— tenía un método infalible para picarnos la curiosidad con la lectura: nos contaba el argumento (con mucho arte, hay que decirlo), pero no el final. «Si quieres saber cómo termina, tendrás que leerlo», nos decía. Y así terminé leyendo a Clarín, a Dario Fo y a García Márquez.
En este mundo actual en el que el índice de lectores —de acuerdo a las estadísticas— es cada vez más bajo, obligar a los adolescentes a leer libros que no quieren leer no fomenta, desde mi punto de vista, la lectura. Cuando la lectura surge como obligación, no como un acto voluntario que se realiza por placer, ocurre con ella lo mismo que con cualquier obligación, que no queremos. Y la lectura más que imponerse es una cosa que debe contagiarse.
Los libros son oportunidades de conocer otras culturas, de imaginar de forma distinta, de ponernos en el pellejo de otros (a los que puede que hasta ese momento no entendiéramos). Pero sobre todo son un placer y es ese concepto de placer el que no veo en las aulas, con contadas excepciones (como es el caso de Ruth Ibáñez).
Y también veo mucho prejuicio, mucho «es que no van a leer solo literatura juvenil, tendrán que leer clásicos». ¿Por qué? Como dice Laura Fernández, en el artículo de Babelia «Grandes autores para pequeños lectores» , la literatura juvenil ha arrastrado un prejuicio similar al que arrastran los libros autopublicados. Se consideran de menor calidad, cuando no es así en absoluto. «Somos invisibles», se queja Ledicia Costa en el reportaje. Y es verdad, los medios generalistas no suelen dedicar reportajes como el que Babelia publica esta semana a la LIJ. Sin embargo, la literatura juvenil es la escalera a la que un lector que empieza se sube para mirar a la literatura en su conjunto. Sin escalera, no sube.
La televisión, Netflix (que es como una droga), los videojuegos compiten con la literatura en un mundo en el que el estímulo visual prima. Es evidente que las horas que se gastan en la lectura no tienen nada que ver con las que gastamos (o gastan, porque yo no entro en las estadísticas) en las tres primeras. Cuando veo las razones que en las estadísticas se recogen para explicar esto, siempre encuentro el tema de «no ha tenido un entorno lector o no había libros en casa».
En casa de mis padres siempre ha habido libros. Mi madre era la bibliotecaria del instituto donde trabajaba y, por mi casa, siempre pasaron todas las novedades de literatura juvenil (aparte de tener una biblioteca muy bien nutrida del resto de los géneros). Sin embargo, yo soy muy lectora y mi hermano, si se ha leído 10 libros en su vida, es mucho. Leía cómics, eso sí, pero de ahí no lo saques.
En mi familia, leemos los dos: mi marido y yo. De pequeños, leía siempre un cuento a los niños por la noche. Con el tiempo, les leí incluso novelas por capítulos (El Hobbit, Momo, La historia interminable, Matilda…). Y soy la típica madre que siempre regalaba libros a sus hijos. Sin embargo, tengo una hija que devora libros y un hijo que solo lee no ficción. Dice —oh, sacrilegio— que la ficción le aburre.
De cualquier forma, leer hay que hacerlo por placer. Difícilmente, transformaremos la lectura en un hábito si la imponemos. Así que no puedo pensar otra cosa que es que mi hermano y mi hijo (que curiosamente se parece mucho tanto físicamente como en carácter a su tío) tienen muy mal gusto eligiendo ocio.
Yo pienso que es que no les ha llegado ese libro que les descubra el placer que se están perdiendo. Que no les ha llegado el Harry Potter de mucha gente (si algo hay que agradecerle a JK Rowling es precisamente que enganchara a la lectura a toda una generación).
He leído miles de libros en mi vida. Una vez que se me ocurrió contabilizarlos me di cuenta de que llegaba a leer del orden de los 170 al año. Libros de muy diversos orígenes y géneros. Unos recomendados o regalados por amigos (como, por ejemplo, este), otros por haber leído reseñas que me picaron la curiosidad (como esta), algunos los leí por razones profesionales y me enamoraron, tanto que me costaba no hablar de ellos (como este). Cuantos más podcasts o canales de Youtube o blogs sigo sobre literatura más crece mi lista de pendientes, porque soy como el niño que entra en una tienda de dulces, que todo le apetece.
De adolescente alterné a Tolkien, con Agatha Christie, con Jardiel Poncela y con Neruda. ¿Perdía el tiempo cuando leía romántica o juvenil o infantil? No, porque el placer que ese libro en ese momento me proporcionaba, es el que necesitaba. En todo caso, me da lo mismo lo que piensen los demás de lo que leo. Cada persona vive su propia experiencia lectora y solo puedo agradecer a mis padres el que hayan puesto el primer libro en mis manos.
Quizás esto es como la comida, que con los años y cuanto más leer, más se refina el paladar y solo hay que incentivar a la persona a que vuelva a probar. Y aún así, hay gente que no sale de los macarrones con queso y es una tortura invitarles a cenar. Yo seguiré desde este rinconcito, animando a todos a no perderse uno de los placeres mejores de la vida: abrir un libro y desaparecer en él.