La noche en la que leí La historia Interminable

La historia interminable, de Michael Ende
Recuerdo perfectamente esa noche. Con todos sus detalles. A pesar de que no era una noche distinta a las demás, hay algo que la ha fijado en el tiempo. Tenía trece años. Y me había quedado en casa sola, con mi hermano, porque mis padres salían. Mi hermano se puso a ver una película y yo saqué de la maleta del colegio un libro que mis padres me habían regalado y una tableta de chocolate Nestlé. Desde entonces, cada vez que tomo chocolate con leche, su sabor aterciopelado me recuerda la magia de aquella noche. 

Cogió el libro y lo miró por todos lados. Las tapas eran de color cobre y brillaban al mover el libro. Al hojearlo por encima, vio que el texto estaba impreso en dos colores. No parecía tener ilustraciones, pero sí unas letras iniciales de capítulo grandes y hermosas. Mirando con más atención la portada, descubrió en ella dos serpientes, una clara y otra oscura, que se mordían suavemente la cola formando un óvalo. Y en ese óvalo, en letras caprichosamente entrelazadas, estaba el título: 
La historia interminable

Si sois de los míos, de los que abristeis la puerta de Fantasía con Michael Ende, reconoceréis el estampado de unicornios y aves en color rojo y verde que arropaba la historia.Y el letrero al revés que iniciaba el capítulo en rojo con el que Bastián se metía en la librería del señor Koreander y en nuestras vidas sin pedir permiso. 
Si sois de los míos, sabréis que, en realidad, la historia no empieza ahí en ese librería, sino a muchos, muchos kilómetros de distancia, en el Bosque de Haule y a medianoche, con la reunión entre un fuego fatuo, un comerroca, un silfo nocturno y un diminutense alrededor de un fuego. 
Aquella noche, cuando mis padres volvieron, mi hermano ya estaba dormido hacía muchas horas. Pero mi luz continuaba encendida a pesar de que yo no estaba allí. Estaba atravesando un desierto de colores a lomos de Graógraman. Y le había dado un nombre a la Emperatriz Infantil. 
La vuelta a la realidad fue horriblemente cruda. 
–¿Qué haces a estas horas con la luz encendida? ¡Apágala inmediatamente! –me reprendieron. 
Yo apagué la luz a regañadientes. Y luego pensé, como había pensado Bastián: 
–¿Apagaría la luz Atreyu? 
Esperé a que mis padres se durmieran y entonces, me levanté silenciosamente a buscar una linterna que tenía en uno de los cajones de la mesa. Y seguí leyendo bajo las mantas. No me quedé ciega como Yor, el minero. Bebí de la Fuente del Agua de la Vida y prometí que, alguna vez, escribiría una historia con ese agua para que otros pudieran conocer su sabor. Y le di la mano a Bastián de regreso al mundo real que entró en forma de luz del alba por mi ventana. 
Aquella noche me leí La Historia Interminable entera. Aquella noche entré en Fantasía y volví. Uniendo mi historia a la de otros lectores a los que el libro enamorase. Y tomé la resolución de devolver la salud a ambos mundos.
Hay seres humanos que no pueden ir a Fantasía –dijo el señor Koreander– y los hay que pueden pero se quedan para siempre allí. Y luego hay algunos que van a Fantasía y regresan. Como tú. Y que devuelven la salud a ambos mundos. (…) 
Pero eso es otra historia y debe ser contada en otra ocasión…

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